
Desde los ensayos iniciales en la batería de un amigo del colegio hasta el paso a la guitarra y la escritura de canciones, el artista trazó un recorrido musical atravesado por la curiosidad, la entrega y la influencia de sus referentes.


Hay muertes que parecen imposibles. Como si una parte del mundo se detuviera y nos obligara a mirar hacia atrás para entender de dónde venimos. Murió a los 89 años en su casa de las montañas de Utah.
NEWS16 de septiembre de 2025
Adiós a un ícono del cine
Redford no fue solo un actor hermoso de ojos azules que conquistó la pantalla en los años 60 y 70.
Fue un hombre que entendió que el cine podía ser espectáculo, sí, pero también política, riesgo, independencia. Brilló en clásicos como Butch Cassidy and the Sundance Kid, The Sting y Todos los hombres del presidente, donde encarnó al periodista que se atrevió a investigar al poder. Ese fue su sello: nunca contentarse con ser la estrella taquillera, siempre buscar el gesto incómodo que dejara marca.
En los 80, cuando muchos de sus colegas vivían de la nostalgia, Redford se reinventó como director. Ordinary People lo llevó directo al Oscar y lo consagró como realizador sensible, capaz de narrar el dolor familiar con una delicadeza quirúrgica.
Le siguieron Quiz Show, A River Runs Through It y tantas más, siempre con la misma impronta: cine pensado para incomodar y conmover.
Pero si hay un legado que excede su filmografía, es Sundance. El instituto y el festival que fundó en 1979 transformaron para siempre el mapa cultural de Estados Unidos. Allí encontraron espacio voces nuevas, rebeldes, que no encajaban en la maquinaria de Hollywood. Redford les abrió la puerta, y de ese gesto nació lo que hoy llamamos cine independiente. No es exagerado decir que sin él, el cine contemporáneo sería mucho más pobre.
Su compromiso no terminó en la pantalla. Redford fue un militante del medioambiente antes de que la palabra se volviera tendencia. En la ONU, en 2015, dijo con una claridad que hoy duele más que nunca: “Es nuestro único planeta y nuestra única fuente de vida”. Lo escuchaban diplomáticos, pero también nos hablaba a todos.
Su vida personal tuvo dolores profundos: la muerte de su hijo Scott, la pérdida temprana de su madre. Siempre supo darle a la tragedia un cauce creativo. Sus últimos años lo mostraron entre la calma de Utah y alguna aparición sorpresa en la gran industria: el villano Alexander Pierce en Marvel, un guiño a los más jóvenes que descubrieron así que ese señor elegante era parte de una genealogía mayor.
Redford nunca necesitó gritar para ser escuchado. Con su voz suave, con su estilo contenido, impuso respeto en Hollywood y fuera de él. Obama le entregó la Medalla de la Libertad en 2016, un reconocimiento que parecía escrito a medida: el hombre que nos enseñó que el cine también es libertad.
Hoy la noticia de su muerte recorre el mundo y provoca esa mezcla de nostalgia y gratitud. Nos queda su obra, su legado en cada película independiente que se estrena, en cada actor que se atreve a romper moldes, en cada cineasta que decide que lo importante no es complacer al mercado sino contar una verdad.
Robert Redford se fue, pero nos deja algo más grande que su carrera: la certeza de que la belleza puede ser política, que el arte puede ser resistencia y que el cine, en sus manos, fue siempre un acto de amor y libertad.
En Sundance, bajo esas montañas que él cuidó como parte de sí mismo, quedará flotando su sombra luminosa. Y nosotros, espectadores agradecidos, repetiremos como mantra: hay artistas que no mueren nunca.

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